Dividendo social (social dividend); ingreso básico (basic income); ingreso garantizado (guaranteed income); ingreso ciudadano (citizen’s income), (revenue de citoyenneté); ingreso social (social income), (revenue social); rédito de ciudadanía (reditto de cittadinanza); salario del ciudadano (citizen’s wage), (bürgergehalt); subsidio universal (allocation universelle, revenue universelle, universal grant).
El ingreso garantizado es una propuesta destinada a prevenir la pobreza antes de que ésta afecte a una persona sobre todo por la falta de empleo, la única mercancía que el sistema de mercado es incapaz de suministrar a toda la población. Asignar a todo el mundo una renta mínima sería mucho más eficaz, en términos de ahorro de sufrimiento social y complejidad administrativa, que las ayudas que hoy, con gran cicatería, conceden los servicios sociales a la gente que demuestra haber caído en situación de pobreza.
Hace
tan sólo una década atreverse a proponer un ingreso garantizado para
todo el mundo como vía para eliminar la pobreza llevaba implícito el riesgo de
ser tomado por un idealista utópico. Eso en el mejor de los casos, pues,
conforme a las inveteradas costumbres de un país refractario a la innovación,
la respuesta más común consistía en descalificar la propuesta tachándola de
extravagancia.
De inmediato,
se vaticinaban las grandes catástrofes sociales que acarrearía la introducción
de una medida de esta índole que, según sus críticos, daría lugar a una legión
de holgazanes cuya pigricia arruinaría la industria y el comercio. A lo que los
fundamentalistas añadían un pronóstico totalitario: nadie trabajaría. Como si,
por el mero hecho de percibir una modesta renta fija de existencia, la gente
asalariada fuese a olvidar esa moral del
trabajo grabada a sangre y a fuego en los códigos ancestrales de la
organización social. Y curándose de repente de las apetencias inculcadas por el
aparato publicitario del nuevo evangelio del consumo, abandonaran en masa
talleres, tiendas y oficinas.
En la última
década, mientras la pobreza ha conocido un brutal incremento que ha
sorprendido, y en muchos casos atrapado, a las clases medias que confiaban en
el oreden capitalista, los dirigentes políticos se han limitado a recetar un
viejo remedio: buscar trabajo. La sabiduría convencional sostiene que el
trabajo no sólo es fuente de virtudes, sino también de riqueza. Lo de las
virtudes no acaba de estar del todo claro y lo de la riqueza es discutible.
Aunque es cierto que hubo una época no demasiado lejana en la que, gracias al
movimiento de los trabajadores organizados, se consiguió que el trabajo fuese
remunerado de una forma más acorde a la riqueza que generaba a los empresarios,
permitiendo que los asalariados accedieran a un aceptable nivel de vida.
Pero la
ideología que subyace bajo el lema del trabajo virtuoso es un telón que oculta
las miserias del trabajo asalariado realizado por cuenta, beneficio y permiso
de otro. Hoy, las ventajas generales del trabajo asalariado son agua pasada.
Todas las recetas contra la pobreza y la desigualdad adoptadas en los últimos
tiempos han cosechado un completo fracaso. Con las políticas neoliberales no
sólo no se ha reducido la pobreza, sino que ha tomado cuerpo un fenómeno, a la
vez paradójico y brutal: para la mayoría de los empleados en precario, el
precariado, trabajar ya no sirve “para salir de pobres”.
De ahí que amplios sectores de la
sociedad hayan comenzado a prestar atención a la propuesta del ingreso
garantizado. Una medida destinada a prevenir la pobreza antes de que ésta afecte a una persona sobre todo por la falta de
empleo, la única mercancía que el sistema de mercado es incapaz de suministrar
a toda la población. Asignar a todo el mundo una renta mínima sería mucho más
eficaz, en términos de ahorro de sufrimiento social y complejidad
administrativa, que las ayudas que hoy, con gran cicatería, conceden los
servicios sociales a la gente que demuestra haber caído en situación de
pobreza. Esta ayuda, sólo se concede después
de que la persona en cuestión haya demostrado, sometiéndose a un test de recursos, que no dispone de
medios suficientes para vivir.
Hablando con realismo, el
presupuesto que las políticas de corte neoliberal destinan a este tipo de
ayudas es muy limitado. El subsidio por desempleo —indemnización que el Sistema debe abonar por su
ineficacia a la hora de suministrar empleo a la población— apenas llega a la mitad de los
damnificados por la avería. En el mejor de los casos, es decir, que un Gobierno
con sensibilidad social dotase la partida de ayudas con presupuesto suficiente
para atender todas las demandas, el procedimiento adolece de un problema de
índole funcional. Desde que se produce la situación de pobreza hasta que la
Administración la certifica, transcurre un periodo de tiempo, a veces muy
dilatado, durante el cual la carencia de recursos es patente. Y la situación
desesperada para aquellas personas desprovistas de otros medios de vida.
La idea del ingreso garantizado no
es un invento de hace cuatro días. Sus fundamentos filosóficos y políticos
fueron planteados, ya en el siglo XVIII, por el estadounidense Thomas Paine y
el francés Charles Fourier. Siguiendo su estela, figuras de indiscutible autoridad intelectual
o científica de la talla del filósofo y matemático Bertrand Russell, el ‘padre’
de la Cibernética, Norbert Wiener, o el psicólogo social Erich Fromm han
reforzado esta idea añadiendo nuevos argumentos. Por desgracia, la opinión de
estas egregias figuras no es compartida por el grueso de uno de los rebaños más
medrosos de nuestros días: la grey de políticos profesionales que, desprovistos
de ideas nuevas para afrontar el desempleo galopante que azota a la gente de
carne y hueso, se limitan a repetir que sus políticas crearán empleo, aunque la
ciudadanía haya perdido la cuenta de las veces que han prometido hacer tal
cosa.
Por ello, es
hora de que surjan voces valientes capaces de salir de la zona de confort
ideológica y declarar algunas verdades ante la opinión pública. Una de ellas es
que el empleo, tal como lo hemos conocido en las sociedades desarrolladas, no
volverá a desempeñar el mismo papel que tuvo hasta hace una década. En la
sociedad industrial, el empleo se constituyó como un artificio cultural y
económico mediante el cual se estructuró la división social del trabajo y la
distribución de la riqueza, conforme a las pautas del Orden Establecido en una
sociedad regida por el modelo productivo capitalista. Modelo que, por definición,
se basa en la desigualdad. Lo que determina que el empleo sea el agente
principal a través del que se articula la reproducción de una sociedad
desigual.
De hecho, la
primera desigualdad se produce en el acto contractual por el que una persona
vende a otra su tiempo, fuerza y capacidad de trabajo, a cambio de un pago
monetario: el salario. En una sociedad idílica, tal vez ese contrato pudiera
celebrarse en condiciones de igualdad. Pero en la sociedad real en que vivimos,
el contrato laboral se realiza bajo un ordenamiento legal en el que una de las
partes, la empleadora, obtiene grandes ventajas (disposición del tiempo,
disciplinarias, etc.) sobre la otra parte, la empleada. Es decir, que el empleo
no sólo no garantiza la igualdad, sino que contribuye a perpetuar la dominación
de una clase social sobre otra. Y si ese dominio fue atenuado algo por
legislaciones progresistas, hoy, el triunfo de la doctrina neoliberal, unido al
abandonismo político por parte de la mayoría social, está llevando la situación
de dominio a condiciones que recuerdan las que imperaban en el siglo XIX. Las
sucesivas reformas laborales de los últimos años han convertido al empleado en
un guiñapo inerme y abandonado al capricho de la patronal.
Vuelve a
cobrar plena vigencia lo que Karl Marx advirtió en su Crítica del programa de Gotha: “El trabajo no es la fuente de toda
riqueza. [...] Los burgueses tienen razones muy fundadas para atribuir al
trabajo una fuerza creadora sobrenatural; pues precisamente del hecho de que el
trabajo está condicionado por la naturaleza se deduce que el hombre que no
dispone de más propiedad que su fuerza de trabajo, tiene que ser,
necesariamente, en todo estado social y de civilización, esclavo de otros
hombres, de aquellos que se han adueñado de las condiciones materiales de
trabajo. Y no podrá trabajar, ni, por consiguiente, vivir, más que con su
permiso”.
Y es aquí
donde radica la esencia del ingreso garantizado: al proporcionar seguridad
individual a las personas evitaría que muchas de ellas tengan que ir por la
vida pidiendo permiso para vivir. Por tanto, aumentaría la libertad real de las
personas de carne y hueso al reforzar su “derecho real a decidir”, más allá de tal o cual bandera, qué hacer hoy,
mañana, pasado mañana, con su vida. Algo que hoy está vedado a la mayoría de la
juventud precaria. Aunque el futuro no está escrito.
A estos principios generales,
hay que añadir una exigencia política de primer orden: la ciudadanía española,
en su condición de contribuyente, lleva años pagando costes privados sobre los
que no posee ni control ni beneficio: quiebras bancarias, bancarrotas de
autopistas, déficits de tarifas eléctricas, cierres de centrales nucleares o
sondeos fallidos de almacenamiento de gas. Es justo, pues, reclamar una
contrapartida a este esfuerzo nacional. El imperativo de proceder también a una
indemnización social por el saqueo de los bienes públicos refuerza el argumento
político para reivindicar un ingreso de ciudadanía.
Estamos
hablando, claro está, de algo serio, no de esas humillantes rentas de inserción
condicionales que constituyen un factor de servidumbre y dominación sobre las
personas. Un ciudadano de pleno derecho es parte integrante de la comunidad
política en la que vive y, por tanto, no necesita ser insertado en lugar alguno.
Diversas
formaciones de izquierda, de vieja planta o nuevo cuño, han coqueteado, en
mayor o menor medida, con la idea de la Renta Básica de Ciudadanía. Pero se han
arrugado ante el fuego graneado que descargan las baterías mediáticas del
poderoso ejército mercenario de publicistas a sueldo de las élites financieras
y patronales. La regeneración del discurso social exige dejar que se escuche la
voz de esos trabajadores, cualificados o no, con salarios y condiciones
laborales precarias; que hablen esos jóvenes excluidos del acceso a un empleo
estable; que se oiga a esos padres que trabajan a doble turno para sostener a
su familia; y, sobre todo, que se escuche la voz de esa legión de personas
excluidas durante periodos de larga, larguísima duración, y en muchos casos
para siempre, del acceso a un empleo digno y suficiente para vivir.
Cuando todas
las demás soluciones han demostrado conducir a un callejón sin salida, sobre
todo a esa juventud que integra las filas del precariado, la propuesta del
ingreso garantizado es uno de
los ejes sobre los que ha de girar el nuevo contrato social que, más pronto que
tarde, será preciso establecer para equilibrar la devastación causada por las
políticas de la globalización neoliberal. Dijo Victor Hugo que: “Ningún ejército
puede detener una idea a la que le ha llegado su momento”. Y eso es aplicable a
la Renta Básica de Ciudadanía. Si en esta época crucial que atraviesa
España, los partidos políticos con ambición de gobierno renuncian a incluir en
sus programas una medida que ya ha calado con fuerza en los movimientos civiles
tan sólo habrán conseguido demorar en el tiempo el sufrimiento de las personas
que experimentan la pobreza en su cotidianeidad y ven frustrado su proyecto de
vida.